de noche, entre varias nubes
que ya dicen algo sobre el día que viene
(y nunca sobre el hombre de mañana)
hay una luna corazón,
un glóbulo celeste o
un músculo satélite
algo de otro tiempo
que me recuerda tanto a las despedidas,
a los nombres que llueven y se van:
abur, chau, ¿nos veremos?
Al final solo estoy yo midiendo el tiempo
con semillas, guijarros y pedazos negros
de plástico derretido sobre un poema
o sobre una calle caliente,
una «bomba de gasolina»
de un terreno aún bélico pero vacío
camino a La Aldea, barrio casi mítico
donde pasé gran parte de mi niñez:
un pino, dos pinos, eucaliptos de humo
con aves que al dormir olvidaban volar,
un árbol de guayabas que siempre estaba naciendo,
algo así como un antiguo árbol perfecto
o un Matusalén: entre bebé e inmortal;
éso y las matas de lulo secretas,
y el limoncillo y las mandarinas bailarinas
que alcanzan el suelo en una caída jugosa
y la tierra, un negro dios hambriento.
Tan cerca está la noche desde este punto:
unas horas partidas en dos,
una tarde que se parte por el café negro
y el pancacho que brilla de tan esponjoso,
pan que se deshila desde el desayuno,
hebras ricas de harina y huevo,
algo de leche, levadura y magia
porque el pan entonces
(mucho antes de esta noche que no es mi infancia)
era un objeto tan maravilloso por desconocido:
algún dios lo fraguaba en el sueño dentro
de su corazón milenario,
oh el santo pan junto con el café,
sangre de las sombras mestizas,
oh entredía que parte en dos la tarde
Así llegará la noche,
caras incendiadas por pecas brutales
como en un cuadro de Caravaggio,
estrellas como «camarones dorados»
o mamoncillos bañados en luz sin tiempo
De algo estaremos hechos,
algo cercano a esa furia animal y celeste,
algo que tiene dentro de sí
un germen de puente, un aval de intercesor
porque entre nubes
no solo el talismán que alimenta el poema
está vibrando como fruto a punto de caer al centro;
hay unos pies lustrados,
bañados en la espuma mítica
que vistió a Odiseo frente a Nausica,
un rostro de mujer como un sol invertido,
que brilla con una luz de vacíos
desde donde soplan sus silencios terribles
los ángeles transparentes del día,
desde donde las imágenes de Dios
son una constante transfiguración
de tantas otras cosas que no son imágenes
y más arriba o más abajo
mi cuerpo sin nombre y sin memoria:
yo en mi cuarto bajo la sombra
de todas las tardes de la infancia,
con Mozart en la grabadora Sony
y mis ojos brillando desde atrás,
desde el desierto de Judea
ardiendo en un fuego sagrado e imposible,
hoguera sin final, zarza sin consumirse.
-josé río.